Capítulo 25
Pablo casi la arrastró hasta la recepción del hotel, llevándola a tropezones sin importarle
nada.
La recepcionista, al notar que algo no andaba bien, puso discretamente la mano sobre el teléfono de la mesa.
-Pablo, suéltame. ¿A ti te parece divertido obligarme así?
Esther forcejeó intentando soltarse, pero a Pablo ni le pasó por la cabeza hacerle caso.
-Suite presidencial. Mi identificación, el número de mi celular es XXXXXXXXXXX.
Sacó su billetera y la lanzó sobre el mostrador, mientras con la otra mano sujetaba a
Esther con fuerza.
La recepcionista miró al hombre, apuesto y bien vestido, junto a una mujer de maquillaje impecable y porte elegante. Parecían la pareja perfecta, pero algo no cuadraba. La mujer se notaba incómoda, no dejaba de resistirse, y el hombre no pensaba soltarla.
-Señorita, ¿quiere que llame a la policía?
Sin dudarlo, la recepcionista intervino, dispuesta a ayudar.
La cara de Pablo se ensombreció de inmediato.
-Somos esposos.
Esther, atrapada a la fuerza a su lado, soltó una risa llena de ironía al escuchar eso.
La recepcionista se dirigió a Esther sin dejarse intimidar.
-¿Señorita?
Seguía esperando la señal de Esther, pero justo en ese momento apareció el gerente del hotel, apurado. Al ver a Pablo, se le heló la sangre.
-Señor Córdoba…
Bajó la cabeza y ni respiraba fuerte. Con una sola mirada de Pablo, la recepcionista entendió y entregó la tarjeta de la habitación de inmediato.
Esther, entre la rabia y el asombro, casi se echó a reír.
De verdad que los Córdoba tienen metidas las manos en todos lados. Si hoy el lugar hubiera sido otro, quizás la recepcionista ya habría llamado a la policía y Pablo terminaría en la cárcel, aunque solo fuera por un par de horas hasta aclararlo todo.
-Quiero que despejen todo este piso. Nadie puede molestarnos.
Pablo dio la orden y, sin más, levantó a Esther y la cargó sobre su hombro. Esther, al
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darse cuenta, empezó a forcejear para bajarse, pero él, en medio de todo el lobby, le dio una palmada dura en la cadera.
-Si sigues haciendo escándalo, te llevo a la calle para que todos vean lo que hacemos.
Esther sintió el golpe y se le adormeció la cintura. Esta vez Pablo sí se pasó de fuerza.
Sus piernas largas se agitaban mientras él la cargaba. Ella, con unas copas encima, sentía que el estómago se le revolvía con cada paso.
-¡Pablo, eres un desgraciado… más despacio!
El grito de Esther, suave pero prolongado, resonó en el lobby silencioso y provocó rubores en más de uno.
Los dos recepcionistas que hacían turno de noche cuchicheaban a escondidas.
-¿Esa no es la novia del señor Córdoba, la señorita Barahona?
-¿O será esa Marta que siempre sale en los chismes de Costa de la Libertad? Qué suerte la de ella…
-Pero dicen que la señorita Barahona está muy enferma. La de ahora no se parece mucho…
Dentro de la suite presidencial, Pablo arrojó a Esther sobre la cama.
Sin siquiera disimular frente a ella, se quitó el saco, arrancó la corbata y hasta la camisa terminó hecha trizas por su fuerza.
Esther alcanzó a tocar un botón metálico de la camisa, justo cuando el pecho desnudo de
Pablo se le vino encima.
-Pablo, aquí es Nueva Arcadia, no Costa de la Libertad. No puedes hacer lo que quieras.
Furiosa, abrió la boca y le mordió el hombro con todas sus fuerzas.
Solo cuando sintió el sabor metálico de la sangre, aflojó la mordida. Pablo, arriba de ella, ni siquiera arrugó el ceño.
Le sujetó las manos por encima de la cabeza, mirándola de frente, sin pestañear.
Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos de Esther, grandes y pesadas.
Aún tenía sangre en los labios cuando Pablo se inclinó y la besó sin advertencia.
Esther apretó las sábanas de seda, aguantando el arranque salvaje de Pablo.
Cada movimiento suyo era puro dominio y deseo de poseer. Cada vez que se encontraban, él solo pensaba en tenerla, sin importar cómo se sintiera ella.
Sus bocas se mezclaron hasta que Pablo, satisfecho con el castigo, la soltó poco a poco.
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