Capítulo 12
El reloj de pared marcó las doce en punto con su repique de campanas. Él, agotado tras una jornada eterna, bien pudo haberse quedado a dormir donde estaba, pero pensar en su esposa lo impulsó a cruzar, una vez más, la helada noche invernal y regresar a casa a esas horas.
-Quiero darte las gracias, y no solo de palabra. Esther, gracias.
Al recordar que la cirugía de Marta había salido bien, sintió que algo se ablandaba dentro de su pecho.
Su Esther, siempre de su lado, pensando en él.
-¿Por haber salvado a tu exnovia?
Esther soltó una carcajada cargada de ironía y amargura.
Cuántas llamadas había hecho en medio mes, cuántas veces lo buscó… ¿y él? Ni siquiera se dignó a mirarla a los ojos.
Por su primer amor, ahora sí le nacía la conciencia, y hasta se atrevía a agradecerle con el
cuerpo.
-Lo digo de corazón. Ya mandé a arreglar el vestido de novia, seguro que en diez días lo traen de vuelta.
Las palabras de Pablo le apretaban el pecho como un puño invisible.
-Vaya, pues sí que te debo una, señor Córdoba.
Esther se dio la vuelta. Aquella mirada que antes rebosaba cariño ya no mostraba ni una chispa de nostalgia.
Al llegar al tercer escalón se giró, su cabello oscuro ondeando con el movimiento, como una nube suave en el crepúsculo.
-Ah, se me olvidaba decirte: en realidad, no tienes nada que agradecerme. La vida de Marta la compraron con el cincuenta por ciento de las acciones del Grupo Córdoba.
Se enjugó, casi sin notarlo, las lágrimas que rodaban por sus mejillas. En la comisura de sus labios titilaba una mueca cargada de desdén y frialdad. Ignoró por completo esa mirada suya, capaz de desatar tormentas, que ahora se desbordaba de furia contenida.
-Ya viste el acuerdo de divorcio. Busca un momento y firmalo.
Pablo se quedó parado en el centro de la sala, helado de pies a cabeza. Jamás imaginó que la mujer que nunca se interesó por ganancias ni pérdidas, la que solo anhelaba envejecer a su lado, se transformaría en alguien tan calculador.
Sintió como si algo en lo más profundo de su ser se hiciera añicos, desgarrando el
1/2
16:00
silencio de la medianoche y apretándole el corazón.
Esther…
¿Acaso siempre se equivocó con ella? Esther subió las escaleras. Su hija no había vuelto, seguro seguía con Marta.
Esa mujer ya había salido de cirugía, Pablo estaba de regreso, ¿y quién cuidaba de Nerea? En su habitación, Esther tomó el teléfono fijo y llamó a aquella casa,
Tal vez al ver el número conocido, la empleada pensó que era Pablo y contestó de inmediato.
-Que Nerea me pase el teléfono.
El tono de Esther era cortante. La empleada, al reconocer la voz de una mujer, dudó y quiso colgar.
-Saben que Pablo ya regresó, ¿verdad? Esa casa sigue siendo mía. Si cuelgan, mañana mismo todos ustedes reciben notificación del abogado.
La empleada solo quería conservar su trabajo y no pensaba meterse en líos de familia.
-Espere, por favor.
El otro lado quedó en un silencio sepulcral. La empleada fue corriendo a buscar a Nerea.
Desde que Marta volvió del hospital, Nerea se había quedado con ella en la habitación.
Las enfermeras iban y venían, mientras Nerea se inclinaba sobre la mesa, concentrada doblando algo.
-Señorita Nerea, es su mamá al teléfono.
La empleada recalcó el parentesco, pero Nerea ni levantó la vista.
-¿Para qué llama? Si papá ya volvió y dejó a la señora Barahona sola, seguro fue porque otra vez discutió con él.
Todavía tengo que terminar las estrellas de los deseos para la señora Barahona. Según quien las vende, si hago diez mil de estas, la señora Barahona va a sanar.
La empleada lo entendió todo: la señorita Nerea no quería contestar. No la culpaba.
Esther, del otro lado, aguantó esperando más de diez minutos, hasta que finalmente escuchó que levantaban el auricular.
-Nere…
-Disculpe, señora Córdoba, la señorita Nerea no quiere atender su llamada. Mejor ya no insista.