Capítulo 11
La noche, envuelta en misterio, se colaba por las ventanas de la casa. En la chimenea de la sala, las llamas bailaban y lanzaban destellos dorados sobre el perfil impecable de Esther, iluminando su belleza casi irreal.
Su cabello oscuro caía desordenado, cubriéndole media cara. Tenía la mirada perdida en una línea del libro que sostenía, y se quedó detenida ahí, como si esas palabras hubieran sido escritas para ella.
[El primer amor de un hombre es el enemigo definitivo de su esposa. Él nunca podrá olvidar a esa chica de juventud. Después de seis años de matrimonio, resulta que ni siquiera soy un reemplazo digno.]
Sin darse cuenta, Esther se vio reflejada en cada palabra, en cada escena de la novela romántica que devoraba con obsesión, entregándose a la historia como si fuera la suya.
-¿Qué lees con tanta atención?
El aroma fresco a cedro llenó la sala, ese olor tan propio de Pablo. Sintió que él la abrazaba suavemente por la cintura y, de pronto, un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero no se giró para mirarlo.
Siguió mirando el fuego, escuchando el chasquido de las llamas mientras afuera la nieve caía en silencio, intensificando la paz de la noche.
Pablo intentó quitarle el libro, pero Esther, sin pensarlo mucho, lo aventó hacia el fuego. El libro trazó una curva en el aire y cayó directo en las llamas, donde fue devorado por completo.
-Ya me cansé. Me voy a dormir -dijo, con una voz que no admitía discusión.
Quiso apartarlo, pero ese abrazo, que un día la enloquecía, ahora le provocaba náuseas.
Desde que Pablo se fue, en muchas noches Esther soñaba con él y Marta, con sus cuerpos enredados. Al despertar, corría al baño y el asco no la dejaba en paz.
Él no la soltó. Pensaba que Esther seguía molesta por el tema del vestido de novia, o porque él siempre defendía a Marta, y por eso lo trataba así.
Sin embargo, Pablo estaba seguro de que Esther lo amaba. Si no, no habría aceptado ayudar a Marta.
Por eso se sentía agradecido y, en el fondo, algo dentro de él empezó a inclinarse hacia Esther.
Ya no quería dejarla sola en casa.
A decir verdad, la salud de Marta casi siempre se mantenía estable. Pablo pensaba que debía tratar mejor a Esther.
Capítulo 11
Pero no captó el rechazo tan evidente en la voz de Esther, y la abrazó con más fuerza.
Apoyó la barbilla en su hombro y aspiró el aroma a limpio de su piel después del baño. Su mente empezó a divagar.
Por Marta, llevaban más de dos semanas sin estar juntos. La última vez, hasta su hija los había interrumpido. Ahora, el deseo lo quemaba por dentro.
-Nerea no está. ¿Te llevo a la recámara, sí?
Hubiera querido traer también a Nerea, pero la niña insistió en quedarse con la señorita Marta, no se sentía tranquila dejándola sola.
Marta acababa de salir de una operación y estaba bastante bien, Pablo contrató cinco enfermeros para que la cuidaran en la Avenida de los Pinos, número 3. Sabía que estaba
en buenas manos.
Ahora, quería dedicarle tiempo a Esther. Ella le había hecho un gran favor y él quería recompensarla.
No solo con palabras, sino con todo su ser.
-Pablo, ¿qué crees que soy? ¿Una mujer a la que puedes llamar o echar cuando te da la gana? Y aun si fuera así, mínimo deberías preguntar si quiero, ¿o no?
El rostro de Esther se perdía entre las sombras y la luz del fuego, su cabello caía delicado y sus labios rojos parecían manchados de sangre. Su cara, resaltada por el resplandor de las llamas, se veía misteriosa y seductora, pero su voz sonaba tan distante, tan cortante, que hasta el aire se sentía pesado.
El calor en el pecho de Pablo, junto con la atmósfera y sus emociones, lo tenía al borde del descontrol. Pero las palabras de Esther cayeron como un balde de agua helada, apagando casi todo su deseo.
Él había dejado a Marta, recién operada, solo para estar con Esther. ¿Y así le respondía
ella?
Esther se levantó del sofá. La manta que la cubría resbaló hasta el suelo, dejando ver su figura delgada pero con curvas capaces de enloquecer a cualquiera. Su cara, marcada por el enfado, mostraba un rechazo absoluto.
Pablo la miró y sintió cómo su entusiasmo se desvanecía. Las venas en su sien latían con furia contenida.
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